domingo, 6 de diciembre de 2009

Como piedra en el zapato

Usualmente así solemos diagnosticar a alguien que se asoma a nuestras vidas para torcerla y hacerla más difícil de lo que es, también así solemos llamarle a los obstáculos, experiencias, desdichas, desgracias o generalizando al mosaico de ingratitudes que pensamos que la vida nos ha zumbao tal jarro de agua fría sobre nuestra realidad.

Con cuántas piedras he tropezao en mi vida, cuántos zapatos he dañado al ir zapateando por los empedrados trillos que han dado paso a mis días. He tenido todo tipo de especies rocosas: piedritas, adoquines, ladrillos, seborucos. Que uno sobre otros, así amontonados haciendo pilas, montículos se han empeñado en ponérmela difícil. El asfalto no ha sido mi alfombra gris, mi tapete color plomo, nada de eso.

Con la perseverancia en mi morral he ido superando mis choques con el concreto duro y sólido de estas majestuosas moles que entre mis sueños, mis esperanzas, mis ansias me han ido sacando ese “coñooo” que al tropezar con ellos ha salido y sale de mi garganta. Como al sacar un boniato (camote) de la tierra y así se suele decir entre mis paisa cuando producto de un mal paso casi nos matamos al andar.

Y así entre un Ñoo!! bien fuerte he ido transitando las etapas de mi cincuentona vida, y como en las comedias siempre a última hora aparece un jodido ejemplar que viene a hacerte la vida un yogurt, así ácida, rancia, que te provoca un reflujo endemoniadamente gástrico . Así como se suele decir aparece un o una mala leche en el final de un proceso en el cual vos pensabas que te declarabas invicto te mete un nocao.

Y en esa estoy, con mis zapatos bien lustrados, de buena marca bien calzados para mi tropezón. Eso sí, declaro la incapacidad total de lidiar con los pedrucones que he tenido como guardianes al mal presagio sino fuera por mi familia y amigos. Esa mano solidaria, esa mano tendida para que la caída sea menos dolorosa. Para que el aterrizaje sea menos forzoso. Mi tren de aterrizaje.

Cómo sobrevivir al mundo pedril sin una diestra a la vuelta. Hay amigos y parientes constantes, esos que se declaran parte de tu parte, que trascienden cualquier caída. Los que se hacen presentes a lo largo de todo el camino empedrado. Y que su mano se hace callosa unida a la tuya de tanto romper la dureza del mármol. Otros los circunstanciales, los que no pasan más allá de la situación que originó la relación., que te acompañan no más en las buenas, con las risas, en las abundancias donde las piedras no aparecen, sino que están disfrazadas de buenaventura. Y los satélites. Cuyas órbitas de repente tocan tu planeta.

Afortunadamente los brazos de mis familiares y amigos han sido como grúas, son de hierro fundido que cargan mis penas y mis sinsabores a la par mío. Sus extremidades se extienden hacia mi colocando sus oraciones entre grieta y grieta , entre pena y penita.

Por eso en mis últimas compras me he asegurado de que mis “shoes” vengan a prueba de un resbalón fatal. Que su diseño contribuya a una buena patada que lance bien lejos de mi vía a esa piedrilla que se afana en que mis huesos terminen fracturados. Hecho talco, nada que para la etapa navideña que tanto estresa en todo sentido estaré lejos muy lejos de estas latitudes tan jodidamente empedradas. Y todos dan fe de que las caídas han superado los límites de los récords emocionales y que ellos con sus zapatillas puestas me han cargado literalmente en sus alas para cruzar la línea de la mala onda.

Y es que pensando y pensando confieso que ya de tanto tropezar con estos pedazos de material orgánico mi salud se ha visto fortalecida, he crecido, me he hecho una mujer adulta madura, así que no es que sea masoquista jiji, pero para darme cuenta de que tengo la mejor familia y los mejores amigos y amigas hay que tener piedras en los zapatos. Una buena cantera garantiza un excelente marmoleado.

Nada que para la próxima el Ñoooo será el definitivo adiós a esta explanada, este pedraplen que abandono con aciertos y desaciertos. Que me alejo de estas tierras tan bendecidas, tan empedradamente empedradas. Mi mayor logro es no quedarme debajo de las piedras que como abono fértil irrigan la sabia de esta ciudad.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Bon appetit!!!

Dicen que los niños nacen con un pan debajo del brazo, en mi caso no fue así. Yo no. Nací con una cartilla de racionamiento alimentario debajo de mis brazos. Como muchos otros. Es un hecho que marca una actitud hacia la compra, preparación, cocción e ingesta de alimentos tan necesitados por todos y tan racionados para muchos.

La cocina de la casa donde pasé mi infancia, adolescencia y juventud era muy pequeña. Un espacio donde con las justas se cocinaba y lavaban los platos. Un ambiente donde la plática obligada era qué poner dentro de las ollas en los horarios del caso.

Adolecí de entrenamiento culinario. La cocina era un espacio para mi madre y hermana mayor que eran las responsables de hacer estirar, de hacer rendir para que alcanzara para todos los pocos alimentos que constituían nuestra dieta básica. Nada de desperdiciar ingredientes, nada de ensayar algún platillo cuya receta les gustara. Se cocinaba arroz con frijoles y huevos fritos, revueltos o en tortillas o alguna vianda de la época y afortunados nos considerábamos cuando nuestra dentadura se fortalecía con un pedazo de pollo o carne. De cuando en vez y de vez en cuando.

Esta realidad marcó a toda una generación de mujeres como yo y las que me siguen. No puedo presumir de habilidades y destrezas fogoneras. El fogón y yo nunca hemos sido compinches. La cocina siempre ha sido mi materia pendiente.

Hoy día mi pisada es fuerte al entrar a cocinar. No siempre ha sido así, todo lo contrario he ido evolucionando, mis pasos inicialmente fueron muy cautelosos de la mano de mi comadre, amigas, programas televisivos y libros que me daban los mejores consejos para cocinar a fuego lento. Me considero una buena alumna y mi tenacidad se ha vestido con un mandil o delantal de alta cocina para alimentar a mi familia, amigos y a mi misma. Aún así me considero aprendiz a tiempo completo.

El no saber cocinar como dios manda, es lo que me permite no permitirme la osadía de ofrecer recetas, brindar procedimientos para saborear los sabores de la cocina típica de mi tierra e internacional de cuantas tierras me han ofrecido sus manjares. Eso sí me atrevo a tener un proyecto y compartirlo que se inicie por así decirlo en etapas o fases que establecen una rutina de chef amateur que para mí comienza la noche anterior al almuerzo del siguiente día. Nuestra carta gastronómica prácticamente la elaboro a la luz de las velas del anochecer en vísperas del siguiente almuerzo. No cenamos, hace años no lo hacemos. Nuestro bocadillo nocturno ha sido frugal para combatir los males de la altura en nuestra digestión.

Practicamos eso que se aconseja de: desayuna como rey, almuerza como príncipe y cena como mendigo.

Mi proyecto para cocinar es básico y lo constituyen gradas o escalones que comienzan simplemente por comprar, seleccionar o abastecerse de la gama de los grupos alimentarios existentes. La antesala de la cocina es el mercado. Es una visita, un tour obligado. Llegué a mi mayoría de edad sin saber comprar alimentos, sin disfrutar de tal experiencia sensorial. Amo los mercados, esos paraísos donde son exhibidos los productos en canastas de paja toquilla y que dan calor a cuantas especies son engendradas en las tierras más fértiles que ojos humanos hayan visto. Me hice madre sin visitar con mi madre un mercado. Mucho después de ser mujer me convertí en chef.

He degustado con una felicidad inmensa comprar y llevar a mi casa, a mi cocina, todo tipo de alimentos que como trofeos aparecen en los mercados de nuestras capitales y ciudades centro y sudamericanas. He entendido ese lenguaje de esos rostros femeninos
surcados por la experiencia al sacar de sus tierras los preciados frutos y ofrecerlos a sus habituales compradoras. Confieso que al inicio puede ser una experiencia no muy agradable al olfato cuando el olor fuerte a sangre de res, aves y otras carnes se mezclan con olores humanos, y de otras especies, quizás sea una experiencia que de a poco se va como todo interiorizando, en mi caso sucedió así. Inicialmente con un poco de rechazo o repulsión hasta que mi ser aprendió a moverse, mis sentidos entrenados en la búsqueda del mejor y más preciado bocado y hasta que mi ángel de la guarda me premió con una de las mejores caseras que había en Achumani, el mercado de la zona sur de la capital boliviana.

Una mujer regordeta, pequeña, joven, con un cabello atado siempre, trenzado, sin estudios pero con las matemáticas a prueba de examen. Llegamos a querernos, a esperarnos la una a otra, ya que no le compraba a ninguna otra, le fui fiel durante seis años, una vez a la semana y días fijos, le visitaba los viernes , me esperaba con la trucha fresca recién salida del Lago Titicaca y lista para llevar a mi parrilla, Rosa mi caserita me mostró y me enseñó con orgullo desde su forma de preparar y adobar su lujoso platillo andino hasta otras reglas de oro del mercado, nada de tarjetas de créditos, cheques u otra forma de pago, al pan pan y al vino vino. Unas manos entregan el alimento y otra el dinero, tan simple como desde sus inicios. Un trueque. Como en los tiempos
prehispánicos.

No hay experiencia más sublime que perderse en esas pasarelas y con las manos en la masa palpar la sanidad de los ejemplares en venta. Regatear los precios, los costos, nunca pagar la primera suma que te pidan, ir por una segunda o tercera, es una aventura que he aprendido y que es todo un arte mercantil.

Las canastas son un accesorio que le dan un aire folklórico a mi look de ama de casa latinoamericana. Con ellas en mano y mis sentidos alerta me he perdido en la búsqueda de frutas frescas, verduras, vegetales, y donde nuestros sentidos nos dieran luz verde en la compra de lo buscado. No hay mejor pasarela que esa que nos regalan los mercados al poner a prueba nuestra paleta culinaria.

No tuve tardes de lluvia horneando galletas, pan o algún pastel que mi abuela legara la receta como parte del patrimonio familiar. Los hornos para mi eran un depósito donde se guardaban enceres viejos que habíamos heredado de tiempos que hablaban de un mejor paladar. No teníamos combustible para que estos funcionaran. Teníamos el justo para que la luz brillante durara treinta días en las hornillas de las cocinas que habían sobrevivido a la decidía doméstica.

Nuestras papilas gustativas estuvieron por décadas sentenciadas a no degustar ninguna exquisitez, ningún platillo ni típico, ni exótico, ni volador. Ni de ninguna otra categoría.
Desde muy joven mis almuerzos se limitaban a una dieta de pequeñas porciones y lo peor no era la poca generosidad con que me la ofrecían sino su presencia absolutamente prosaica. Servida en una bandeja metálica de esas diseñadas para los comedores obreros, con varios orificios para colocar el vaso, los cubiertos y el pan nuestro de cada día.

Los cubiertos otra historia, de metal noble tan noble que quedaban doblados al ejercer la fuerza necesaria para cortar una papa o algo parecido a un boniato (camote). Los accesorios como manteles, servilletas y otros nunca formaron parte del escenario. El acto de comer nunca rebaso los límites de engullir y rápidamente aquel menú que en forma de chiste nos lo tomábamos cuando nos ofrecían el mal llamado arroz con pollo. Y nosotros le rebautizamos como el arroz con suerte porque había que tener de ella y mucha para encontrar alguna parte de la tan ansiada ave. El clásico “tente en pie”

Crecí cantando esa ronda infantil de: arroz con leche se quiere casar con una viudita de la capital, que sepa coser, que sepa bordar, bla bla bla. No sabía coser, bordar y menos cocinar.

Para mil novecientos ochenta y ocho se inauguró una tienda de productos alimentarios donde antes existía una de ropa en el sector de Centro Habana, llamada Sears . Ese año yo estaba embarazada y afortunadamente este establecimiento gubernamental ofrecía a precios de locos cumplir el sueño de los sueños cubanos: comprar comida. Abastecerse.

Las filas, colas, o la sucesión interminable de personas unas tras otras esperando horas interminables pasaron a formar parte del paisaje urbanístico fundiéndose con el parque de la Fraternidad, que afortunadamente quedaba frente a esta y brindaba la posibilidad de pescar un asientillo para un descansito. Mi condición de gestante me permitía entrar más rápidamente al Gourmet Center.

Así lo recuerdo, fue mi primera experiencia de consumidora por partida doble. Siempre tenía hambre y mi condición de embarazada añosa pues me hacía comer con más seriedad, siempre pensando en el desarrollo embrionario.

Para cuando mi hija abría la boca ya el período especial nos hizo cerrarla. Que paradoja, qué tenían de especial aquellos años. Eran especiales por bueno, por excepcionalmente rebuenos . Parecería que el término especial nos encerraría una sorpresa para agradarnos, sorprendernos de forma agradable. Pero no. Nada que lo de especial venía a jodernos aún más.

Con estos bueyes tuvimos que arar, como decía mi madre al referirse a lo impostergable de la desgracia, a lo inevitable de la desdicha. A las certezas, a lo negro de la realidad. Y no es que el hambre fuera una visita que llegara a hogares donde el desempleo y la falta de futuro fuera el plato fuerte. No nada de eso. El hambre visitaba al hombre del futuro. Al hombre del mañana. A las familias que eran proclamadas progenitoras de un nuevo modelo de ser humano.

El acto de comer y de buscar alimentos, de cazar, de sembrar, de utilizar el combustible para lograr el calor, el fuego para poder llevar a la boca un bocadillo es tan viejo como el hambre. Desde que el hombre tiene hambre así de simple. Al alejarme del período tan especial puse comida y no tierra de por medio entre nuestros estómagos y la maravilla del reino poblado de hombres nuevos que no podían saciar el hambre vieja. Matar el hambre del hombre.

Con toda esta historia en mi hoja de vida mi receta a compartir con ustedes no es en forma alguna el un, dos, tres de un platillo. No es el blablabla de este o aquel plato. Nada de eso. Mi receta para lograr un bon appetit es el resultado en buena medida de mi realidad de mi práctica cazuelera. Para arrancar el que rico!! Y que sabroso!! Lo primero es lo primero. Pisar fuerte. Ser chef todo terreno.

Comprar sí se puede productos o géneros alimenticios saludables. Cocinar a la plancha o al vapor. Balancear el menú atendiendo a las necesidades según edad, talla, peso y estado de salud. Lograr un ambiente agradable en los horarios de alimentación. Y utilizar en lo posible accesorios con diseños agradables donde serán servidos los alimentos. En lo posible acompañar nuestros almuerzos y cenas con música que ambienten nuestras charlas.

Y como idea final, si se trata de una invitación, de una reunión en nuestra casa de amigos o colegas, la mejor forma de consagrarnos como buenos anfitriones créanme no es lo ostentoso de lo servido, es a mi manera de pensar la lista de invitados, es el lograr que las personas invitadas se integren y que la charla fluya como lo hace el buen vino al ser catado. Una buena plática es la mejor forma de digerir cuanto manjar podamos ofrecer.

Dicho esto espero coincidamos en que a la cocina como a todo hay que cogerle el
Tumbao. Y que como a la buena música se le disfruta llevando el ritmo a las ollas. Que el calor, el amor, el olor, el color y el sabor se fundan como la leche y el arroz en la tonada infantil.

Para que los niños y niñas se den sus manos haciendo una fuerte ronda alrededor del mundo y que el derecho a comer, el derecho a alimentarse sea una prioridad social y familiar y que las promesas de lo especial sea especialmente el bienestar ciudadano.