Se abrió paso como pudo ante su irrevocable madurez. Sus ojos quedaron
cegados por los destellos grisáceos que iluminaban aquella tarde otoñal. La bruma se agazapaba entre los arbustos, su
ruta habitual le reconocía y saludaba. Sus
pasos eran seguidos por un viento que chiflaba entre los corredores delgados que
formaban los altos edificios y rascacielos, las torres quedaban ocultas,
abrazadas por aquella neblina helada que topaba un cielo con semblante invernal
y que se extendía desde la cúpula celestial hasta las calles enlodadas por la
fina llovizna neoyorkina. Sobre ella un manto plomizo amenazaba con dejarle
hasta el alma empapada por un llanto con olor a tristeza de pino humedecido. El
tren fue tragado por una penumbra acogedora.
Detrás de aquella amplia ventana
estaba ella. Un amplio panel de vidrios rectangulares,
dos láminas de cristales gruesos, sellados
y blindados a prueba de una fuga temeraria. Solo eran atravesados por su osada mirada
sobre aquel abismo expuesto hacia la vida. No era una ventana cualquiera, para ella era una gran pantalla vivencial, donde el filme
que se exhibía contaba una historia con sabor común y en sus roles principales e invitados: “sus
recuerdos” enfrentados al ajetreo citadino. El reflejo de su imagen, su sombra le acompañaron
en su recorrido. Ella era otra mujer que
se confundía entre otras muchas. Haciendo el mismo recorrido que todos.
Literalmente sentada en uno de los vagones delanteros y a la vez de pie,
firmemente parada ante la exigencia, ante su demanda de experimentar la
sensación de una continuidad emocional en solitario.
Hoy: un día particular, de un mes puntal contemplaba la desnudez descarnada
de aquella arboleda que penetraba en su mirada. Sombras prematuras le
anunciaban que el alma tanto de aquella naturaleza como la suya estaba en el
umbral de una metamorfosis absoluta. Una
transición circunstancial para la primera y definitiva para ella.
Desde las raíces hasta la superficie de sus emociones el cambio la estremecía.
De lo alto de la copa de su vida el verdor
daba paso a un matiz más maduro, obviamente menos exuberante pero
definitivamente más sereno, no había riesgos que asumir. Un líquido viscoso y lento se movía por sus partes más intimas de un rojizo
carmesí y empapaba su existencia de una desolación eterna. Sus pasos le llevaron por un sendero húmedo y
frio, pero que en todo caso no le era desconocido. Ya lo había recorrido varias veces y con
total certeza no le temía. Sus huellas
una vez más le ayudaron a recuperar el ritmo de su marcha hacia su mediana
edad.
Estaba de cumpleaños. Respiro con ganas, a lo grande, exhalo y se detuvo. Sus ojos quedaron presos en aquella visión
que galopaba hacia su mente entrenada en reciclar la calidez lejana de su sonrisa
inmortalizada en sus recuerdos y hacerla cada vez más cercana. Más próxima. El crujir del metal en los rieles le produjo un
escalofrió que le recorrió la espalda desde la nuca hasta la rabadilla, se arqueó y una punzada eléctrica la trajo de nuevo a la
realidad. Entreabrió sus ojos de golpe
dando un tropezón y chocando contra su soledad. Se tomaron de la mano, la calidez de aquel amor prohibido por la misma
muerte les arropo en aquella naciente noche donde la esperanza se abría paso
marcando una senda prometedora.
Sintió la protección de su propio otoño acercarse mesuradamente, sin
apuros, permitiéndole disfrutar cada día de una neblina propia que resplandecía
de amor y transformación, sus brotes estaban creciendo profundamente enraizados
en una parcela que había sido fertilizada y sembrada con semillas de tolerancia
hacia el olvido y a la desesperanza, estaba lista y esperando la próxima
temporada de florecimiento espiritual. Decidió
festejar tanta abundancia, se sumergió y salió a flote muy cercana a su horizonte, esa línea tan retadora y se
embarco en su próxima aventura. El olor
a primavera a la vuelta del almanaque le
sorprendió apagando su vela número cincuenta y ocho.
Estaría dentro de pocas horas de cumpleaños, y él le había prometido que
llegaría sin falta, ajeno a su ausencia prolongada, ajeno a lo corroído de
aquel cuerpo donde la esencia vital había huido tras su pérdida repentina. Habitada de imágenes que iban desapareciendo
en aquella mente perturbada por la falta de amor aun así, la música le devolvió
parte de su existencia, aquel blus le trajo de vuelta una sonrisa y la
seguridad de que había sido amada en la presencia y en la ausencia.
Ella y aquella naturaleza cambiante tenían tanto en común. Ambas eran abandonadas por el esplendor, la
sabia corría lentamente por sus raíces, se preparaban para enfrentar las
transformaciones que obligatoriamente sufrían las especies vivientes. Miro una vez más hacia aquellos bosques
blanquecinos y una profunda envidia la invadió. Con total seguridad dentro de un par de meses
ellos recuperarían su belleza, la primavera llegaría engalanando sus crestas orgullosas.
En cambio ella quedaría presa de aquel calor que iba despareciendo. Su piel manchada no daría paso a un rebrote cutáneo.
El brillo de su mirada había colapsado y se negaba a aparecer sin ser llamado
repetidas veces. Tendría que vérsela con ella misma. Traspaso un ahogo repentino, subió el volumen
de su canción preferida, dio varios pasos, se alejo del ventanal, se arropo y
se preparo una noche más para un encuentro ensoñado. Y bajo las estrellas del mes del amor sintió
que era rebautizada bajo otra forma de amor en su natalicio.