sábado, 20 de junio de 2009

El que quiera celeste que le cueste

Había una vez una niña que danzaba sobre el mar. Tenía el celeste rendido a sus pies y cuando alzaba sus ojos le saludaba con un guiño pícaro el celeste de su cielo, un pálido azul que la tomaba en brazos y la balanceaba en su trenzado columpio sujeto a su cabello humedecido que se enredaba a las cuerdas de su calidoscópico cometa.

Hubo una vez una niña que soñó que volaba sujeta a su papalote. La brisa veraniega era su cómplice. La tomaba en brazos y sus bocanadas de aire fresco la empujaban hacia el horizonte.

Y cuentan que con los ojos cerrados y el olor a salitre penetrándole la piel horneada en el horno materno, humeando a madre le vieron perderse más allá del aro iris.

Y que fue acunada con un manto de arena fina, blanca, suave y prometedora. El oro blanco siempre caliente y resplandeciente a punto de quemar sus pies, pero estos no dejaban huellas al danzar porque literalmente volaba atada a su barrilete.

Susurran por ahí que su abuela y su madre se lo habían construído a escondidas allá en una casucha medio desvencijada, más vieja que la propia vejez y que sólo la esperanza hacía mantenerse en pie. Las algas les habían ayudado a atar los chuecos pedazos de tabla enmohecida al tul celestial y con sus manos de mujeres pescadoras cosían sus sueños puntada tras puntada a los tejidos ensoñados.

Fue el regalo para su hija, llegaba su cumpleaños y soñaban hacer el viaje de sus vidas, enredarse en un fuerte e indestructible nudo y perderse en el infinito en pos del celeste. Teñirse de turquesa, refrescarse serenamente, quizás lograban con sus manos curtidas y sus manos nacientes atrapar ambos tonos sí ese decía la niña: el de arriba y la madre le respondía: sí ese el de abajo, fundirlos, pegarlos así no más, y correr, volar, danzar, dejando tras ellas una estela aguamarina arrastrando sus cuerpos desnudos, sin atavíos desgarrantes entrelazados a una pompa de crespas marítimas como único accesorio.

Cuentan que una vez se les vio a la madre de la madre de la hija, a la madre y a la niña desaparecer danzando sobre un desierto de sal, el agua había desaparecido, el agua se había ahogado, se había salinificado dejando como testigos de su presencia eterna profundas grietas salinas que lloraban su ausencia. Que clamaban la humedad, las lágrimas que se habían juntado así una con otra, y esta con esta, y aquella con otra y que de tanto llorar seco se había quedado.

Un océano se había esfumado, el adiós era para siempre. Ya no llegaría con sus encantos a alimentar las noches de aquellos que tenían por cena sus ensoñaciones encantadas. Dicen que reían muy unidas, que el compás de su baile lo marcaba un sonido fuerte, rítmico que en sus inicios se escuchaba como el de las olas al acariciar la orilla y que en su segundo acto llegaba como ese que produce la retirada del agua hacia lo más profundo de la noche.

Y cuchichean que quedó cosido con hilos salinos el dios de los cielos al de los vientos con el del bramar oceánico y que de ahí de esa unión nació el matiz tan ansiado que llegó arrullado por el volador más grande nunca antes visto. Que se vieron unas manitas traviesas tomadas a unas huesudas agarradas a otras regordetas que aferradas a la cuerda mágica daban altura al más preciado de todos los regalos:

La niña y la hija de la abuela y la madre de la madre de la niña se habían dado las unas a las otras: “el color de la perseverancia.”

Y colorín colorado este cuento se ha acabado, pero el tuyo no ha empezado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Puedes leerlo, hacerlo tuyo, interiorizarlo y espero tus comentarios.